El título de la película es Evelyn, no es ni puede ser Jazmín; a las cosas hay que llamarlas
por su nombre y a las personas también. Mucho más, si cabe. Las palabras
importan y configuran la forma que tenemos de ver las cosas. Si queremos hablar
de trabajadoras de la industria del sexo y de clientes, quizá la película
tendría que llevar el título de Jazmín. Pero la protagonista se niega a
someterse a esta manipulación: es una esclava sexual con la que comercian
proxenetas; por eso exige seguir siendo lo que es, llamándose por su nombre:
Evelyn, una muchacha engañada, encerrada, desprotegida, violada, maltratada,
comerciada.
Sorprende ver en las bases de datos del ministerio de
cultura que esta película, dirigida por Isabel de Ocampo en 2011, tuvo 2.451
espectadores. Seguramente eso sea reflejo de lo que queremos ver y de lo que no
queremos ver en nuestra sociedad. Nos gustan las historias que nos alejan de la
realidad, que nos dibujan un mundo más o menos feliz, pero en general, bastante
irreal. No queremos ver a los esclavos que están a nuestro lado; sólo existen
en cuanto a lo que nos proporcionan de beneficio personal y colectivo, por lo
que nos otorgan de comodidad, placer o ahorro.
Un relato bien trazado de lo que es una realidad habitual
para millones de personas, concretado en esta película como un auténtico descenso
a los infiernos del tráfico humano, visto desde los ojos de una joven peruana,
aunque la propia directora reconoce que la realidad es mucho más dura que la
ficción y la casuística tan variada como los casos, cada historia es un mundo:
desde el engaño de la promesa de un trabajo a la violencia del vudú, desde las
amenazas a la familia a las drogas como arma para anular a las personas.
Pero no sólo aparecen las historias de las “chicas”, también
se nos deja entrever de alguna manera el mundo del que proceden: su familia,
sus ilusiones. Quizá eso falte un poco también del otro lado, del de los
explotadores: ¿qué lleva a un proxeneta a esclavizar a una persona? ¿qué lleva
a una persona a consumir a otra? ¿qué hace que muchas personas nos
desentendamos de estos problemas, mirando hacia otro lado, encubriéndolo o
incluso disculpándolo? Estas preguntas sí que están planteadas, con luces y
sombras, en esta historia: desde la esperanza que se ilumina gracias a una
llamada por teléfono de la mujer de un “cliente” hasta la temerosa ayuda que
ofrece la cocinera del prostíbulo. Pero también con la impotencia que supone
ver la complicidad de algunos policías o una deuda que aumenta día a día a través
de alquiler, manutención, compras obligadas o multas por cualquier cosa que se
salga de las imposiciones de una vida esclavizada.
La sensación durante casi todo el metraje es la que refleja
la protagonista, un “esto no puede estar pasando a mí”, “estoy soñando, esto es
una pesadilla”. Las pesadillas cobran cuerpo en las víctimas de esta cultura
del descarte. No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad.
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