No es frecuente encontrar películas orientales en nuestras pantallas occidentales, por eso quizá nos choca la estética, la forma del relato, el carácter de los personajes… casi todo, en definitiva. Puede pasarnos algo así con “Una pastelería en Tokio”, de Naomi Kawase, una película japonesa de 2015 que nos habla de la soledad y de la necesidad del ser humano por ser escuchado y compartir.
Un relato sencillo en el que se entrecruzan las historias de tres personajes, de tres generaciones que representan una especie de cuadro de las tres edades, un entramado que conjuga pasado, presente y futuro.
A lo largo del metraje se va estableciendo una relación de amistad y respeto entre los tres personajes, tres personas dañadas que comparten, cada uno de una manera, el espacio de esta pastelería, tres seres frágiles y fuertes a la vez, personalidades solitarias que parecen no haber encontrado su lugar en el mundo; en este lugar común que les une van relatando su historia, porque todos tenemos una historia que contar y todos tenemos historias que escuchar. Precisamente, a través de este relato, la directora nos muestra que nunca es tarde, que la persona menos pensada nos puede aportar la fuerza necesaria para salir del abismo en el que en ocasiones creemos encontrarnos.
Se trata de una visión positiva y esperanzadora sobre la condición humana, demostrando cómo los cambios más sencillos pueden hacernos mejorar. La anciana protagonista, Tokue va constatando cómo nada es suficientemente pequeño, cómo todo tiene una importancia vital y decisiva.
Precisamente a través de su vida se une un cierto sentimiento de culpa colectiva, en el que se refleja cómo se ha comportado la sociedad a lo largo del tiempo con gente como ella; pero a esto hay que vincular también una dosis de remordimiento individual, reflejado en la vida del pastelero al que se une en el trabajo. Aquí, la anciana Tokue aporta un ingrediente fundamental: el del amor a la tarea bien hecha y la escucha real y profunda del otro, aunque nos hable sin palabras. Un corazón cerrado por viejas heridas del pasado y el medio a volver a ser herido es capaz de empezar a sanar gracias a alguien que muestra con su vida y con sus acciones que estamos aquí para ver y para escuchar, para hacernos prójimos del otro desde su debilidad y desde la nuestra.
La suaves y sutiles imágenes que van poblando todo el relato no nos alejan de la realidad de los personajes, los cerezos en flor acarician con ternura la discriminación de los hombres, el aroma de la cocina embriaga la soledad en compañía, la luz de las miradas ilumina el incierto futuro que se redescubre junto con los otros. En definitiva, un cuento melancólico lleno de encanto y dulzura, un relato de aprendizaje, un redescubrimiento del mundo, un renacer a la vida a través de tres generaciones que, a priori, nada tienen que ver entre ellas, más que el que se encontraban apartados de la sociedad y que juntos pueden volver a aventurar la vida desde una misericordia que se dibuja en los pequeños actos cotidianos de cercanía al otro.
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